Buenos días.
Aquí traigo un nuevo chascarrillo escrito por el cronista malagueño Narciso Díaz de Escovar, de su serie Cosas de mi tierra. Esperamos que lo disfruten.
¡A VER SI REVIENTA!
En el barrio de
la Victoria, de Málaga, del cual dijo la copla
En er mundo está la gloria,
y esa gloria está en el barrio
que llaman de la Victoria,
vivía hará unos
doce ó catorce años una vieja llamada "la tía Norica", con más años que
el acueducto de Segovia, más arrugas que una camisa sin planchar y más
gruñidora que un cerdo pequeño cuando se le coge.
Allá cuando joven, que mucho tiempo había
pasado, recorría los pueblos de la provincia de Sevilla, donde vio la luz, con
su padre, un industrial, más ó menos honrado, exhibiendo una vulgar "tía
Norica", de donde á la muchacha vino el apodo, pues comenzaron por decirle
"Rosa, la de la tía Norica", y acabaron por suprimirle el nombre de
Rosa, cuando empezó á perder los encantos de la juventud, y quedó sólo el mote
nada atractivo con que en este articulejo la presentamos.
Cuentan las Crónicas, y si no las crónicas,
que tales pequeñeces desprecian, las lenguas afiladas de las comadres, que la
tía Norica tenía el genio más malo que criatura humana tuvo, que nadie podía
aguantarla, y que era una fiera cuando llegaba la ocasión, hasta el punto de
que una vez estuvo en la Cárcel por haberle roto un brazo á una casera que le
quiso cobrar, aunque no llegó á cobrarle, los alquileres de su sala, y otra vez
la llevaron á la Aduana por haberle soltado una bofetada, con eco y repetición,
al tendero de la esquina de la calle de Caves.
Esta irritable señora, la llamaremos así por
galantería, era madre de la más angelical criatura que pisó los empedrados del
barrio. Llamábase Rosa, como su madre, y bien podía competir con sus vecinas
homónimas, las que salpicaban los vistosos cuadros de los jardines de la calle
de Alfonso Xll y de la plaza de la Victoria, que rosas eran unas y otra por la
belleza., por el perfume y por el nombre. Era rubia como las espigas, de ojos
entre verdes y azules, nariz correcta, boca pequeña, manos como flores de
almendro, y pies que parece mentira, siendo tan pequeños, que sostuvieran
cuerpo tan gentil.
Aún estaba Rosa aprendiendo á leer y á
escribir en aquella famosa escuela, de D. Rita Carretero, cuando ya se dejaba
requebrar de cierto zagalón, moreno y de ojos negros, valiente y acariciador, que
se llamaba Pepe Jiménez y era hijo del jardinero que por entonces había en el
jardín del cercano hospital Militar.
Conociéronse una tarde de Reyes, en que las
respectivas familias fueron á comer su merienda, con el indispensable chorizo,
sus mal olientes arenques, sus naranjas de postre y las tradicionales cañas
dulces, á la fuente de los Cambrones ó, mejor dicho, al arroyo que más allá de
la fuente existe, desde entonces, ella y él, él y ella, se encontraban unidos
por simpática corriente, que acabó en noviajo
con la superior aprobación de la "tía Norica", á quien gustaba Pepe,
entre otras razones, porque se murmuraba que el padre tenía sus cuartos
ahorrados, ó el gato gordo, según la frase del barrio para expresar que había
dinero en caja.
Aquellos amores duraron algún tiempo; pero al
hijo del jardinero le tocó la quinta, y hubo que esperar á que cumpliera sus
años de servicio, durante los cuales fue más fiel que un perro, no dejando de
escribir una semana en papel ¿?, ya por un corazón vertiendo gotas de tinta
roja, lean sangre, ó dos pajaritos, que lo mismo podían ser palomas ó cuervos,
arrullándose á la sombra de un árbol.
De ella no hay que hablar. Ni asistía á
paseos, ni bailaba en Sociedades de pianillo, ni se dejaba hablar por los
mozuelos, que era buena como la que más y tenía confianza en la constancia de
su novio.
Con su licencia
en el brillante canuto de hojalata, pendiente del cordón rojo; su gorrilla de
cuartel y unos cuantos duros en los bolsillos, regresó al fin Pepe, y desde
luego, con la venia del Sr. Miguel, su padre, proyectó casarse y hacer su
esposa, por palabras de presente que hacen verdadero y legítimo matrimonio, á
su bellísima Rosa.
Había por entonces en la Victoria un padre
capellán muy bondadoso, exageradamente grueso, caritativo hasta la exageración,
amigo y consejero de todos, no odiado por nadie, hasta el punto que, aun en los
años de la Revolución, aquellos nacionales que gritaban "¡Abajo los
curas!", al verle pasar se quitaban sus gorras militares y le saludaban
con respeto. Había sido fraile mínimo, y tenía por su Virgen de la Victoria un
cariño tan grande, que sólo de ella hablaba y sólo á su culto estaba dedicado.
Sentado en su pequeño despacho, junto á la
grande ventana, que no dejaba entrar la luz por el enverjado de jazmines y
rosas de pitiminí, que la habían tomado por asalto, hallábase el padre capellán
cuando penetró Pepe, todo turbado y demostrando su cortedad de genio.
Lo miró el cura á través de sus gafas, y al
reconocerle, dando á su cara de luna llena una expresión de sincero cariño, le
preguntó:
—Hola, señor
militar, ¿qué te trae por aquí?
—Pues naíta...
poca cosa... que quieo casarme y vengo á que osté me arregle los papeles.
—¡Ya, ya! ¿Y
quieres casarte con la Rosa?
—Con la mesma.
—No es mala
elección; pero, ¿tú sabes la suegra, que te llevas, hijo mío?
—Ya. lo sé; ya
lo sé—respondió Pepe con acento de víctima, convertida—; pero y a la aguantaremos.
En el fondo, no es mala,
—En el fondo no
lo será; pero en la forma... Ya ves, hijo de mi alma, ayer le pegó al monaguillo
porque no le quiso llevar una silla.
— Sarna con
gusto no pica, y con tal de que yo me lleve a la Rosa , hasta la "tía
Norica" ha de parecerme un ángel.
—¡Vaya un angelito que lo vas á echar!
Pero... con tu pan te lo comas.
Y el bueno del capellán no volvió á hablar
más del asunto, fue á la casa obispal y á la parroquia, se movió de arriba para
abajo, y una noche del mes de Diciembre, víspera de Nochebuena, ante el altar
de San Francisco de Paula y de la Virgen de Belén, Rosa, la bella Victoriana, y
Pepe, el hijo del señó Miguel el jardinero, se unían en lazo eterno, recibiendo
él los apretones de manos de sus compañeros, y ella, los besos de sus amigas y
la petición de alfileres y azahares por parte de las solteras con ganas de
marido, que lo eran todas. Bendijo á los cónyuges el bondadoso capellán y no
faltó órgano ni sacristán.
Pasaron meses, y todos en el barrio
admiraron la resignación de Pepe. Era feliz, a pesar de todo. Era este todo la
"tía Norica", que, apenas le tuvo por yerno, no disimuló más y se
presentó tal como era, llegando á arañarle la cara una vez y otra á tirarle á
la cabeza una maceta de claveles, que se estrelló contra un armario rompiendo
dos cristales. Pepe callaba, y, acordándose de su Rosa, armábase de paciencia
para resistir aquel ciclón viviente, adivinando los caprichos de su suegra y
adulándola como si fuese una madre par a él.
Algo de esto llegó á los oídos del padre
capellán, que lamentaba lo ocurrido, sintiendo que hubiese serpiente en aquel
paraíso, cuando cierta tardo se encontró en el Compás de la Victoria á Pepe Jiménez,
con una sandía hermosísima debajo del brazo.
—Ven acá,
pillastrón—le dijo el cura con tono de cariño—, que -nunca vas á verme ni te
acuerdas de mí.
—Sí, señor, que
me acuerdo; pero estoy muy ocupado y en el trabajo velo muchas noches.
Reparando entonces el padre de almas en la
sandía, añadió:
—Y qué es eso,
¿te gustan las sandías?
—No, señó. A mí
ni me gustan ni me dejan de gustar. A quien le gustan es á mi suegra, á la
"tía Norica"
—¡Vaya, hombre!
Va veo que la quieres y la mimas. ¡Más vale así, hijo mío!
—Ca , no, señor.
Es que siempre que come sandía le da un cólico y se pone á la muerte.
Narciso DÍAZ DE
ESCOVAR.
No hay comentarios:
Publicar un comentario