Investigando para realizar un trabajo sobre ciertas fortificaciones defensivas del municipio malagueño, me topé por casualidad con una pequeña historia sobre un suceso ocurrido en el castillo de Santa Catalina, suceso, por supuesto ficticio.
Dicha historia la encontré publicada en un antiguo periódico malagueño llamado La Unión Ilustrada y que por ser poco común encontrar historias -ficticias o reales- que giren entorno a este antiguo castillo, hoy solo el recuerdo en sus escasos restos, no he podido evitar transcribirlo tal cual apareció en el periódico a estas páginas.
De modo que ahí va.
"Málaga, es un país ideal; es decir, ideal para los poetas, para los artistas, para los que admiran la naturaleza tanto más, cuanto más accidentada es; en cambio, Málaga tiene graves inconvenientes, para los comerciantes, para los industriales, para los que prefieren las dilatadas llanuras atiborradas de mieses y la uniformidad del horizonte, á los precipicios, á las rocas, á los bosques y á los arroyuelos murmuradores.
Yo prefiero la primera á la segúnda; y es mi
mayor delicia, contemplarla desde cualquiera de los montes que la rodean. Vista
desde la altura, todo es hermoso, El cielo parece que sonríe, el agua tiene más
brillo. Las gaviotas oscilan lentas en el aire con tranquilo aleteo. Las olas besan
la costa con rumor de carcajada y mi espíritu, libre por unos momentos, de las
preocupaciones que constituyen la cotidiana lucha por la vida, se espansiona y
sueño.
Un dia al atardecer regresaba de mi paseo
por las alamedas del Limonar entre tenues celajes, brillaba en el cielo, con
reflejos de plata, el lucero de la tarde. La luz y la sombra se confundían,
repartiéndose por el espacio, y de entre la sombra y la luz, nacía el
crepúsculo. A mi izquierda, se veía el mar con su dilatada superficie, ora
risueña, ora tempestuosa; con sus abismos, que lo mismo pueden encerrar
preciados tesoros, que monstruos horrorosos; mar fascinador como una sirena;
gigantesco como el poder más formidable de la naturaleza; traidor y tenebroso
como el alma negra y taimada de un criminal; y cómo sirviéndole de marco, una
sinuosa línea, frágil unas veces, por estar formada de menuda y movediza arena,
de dura roca, otras freno que no por fuerte é inamovible, deja de ser
constantemente roído y tascado por el mar iracundo, bañándolo, como el corcel
de espuma.
A la derecha, la ciudad; con sus casas
blancas, semejantes á una bandada de palomas descansando de las fatigas del
día, y en frente, un castillo, el de Santa Catalina.
Durante unos minutos contemplé los penachos
de helechos que se elevaban airosos, para caer después lánguidos por sus esquinas;
la yedra que adornaba las derrumbadas paredes; los bloques de piedra que yacían
esparcidos por el suelo; los arcos de las puertas inclinados por el peso de los
años; los pilares de la terraza derruidos por el tiempo y los agentes
atmosféricos; los restos de las ventanas colgando de sus quicios. Había en este
castillo un tinte tan misterioso, que decidí entrar en él, por si encontraba
entre los fragmentos de piedra y argamasa, alguna extraña leyenda.
Apenas había avanzado algunos pasos en su
interior, abrióse una puerta por la que apareció un anciano, que con una
energía impropia á sus años, preguntó:
— ¿Quién vá?
—j La paz! — le contesté.
— ¿Qué busca
usted?—preguntó de nuevo lanzándome una terrible mirada.
— La historia de este
castillo.
— Dicen que estas ruinas no
tienen historia, tal vez, porque es muy triste, pero si quiere usted
escucharla... .
—Es mi único deseo — interrumpí.
—Pues oidla.
Solariego y extraño señor —comenzó
diciendo el viejo— llamado don Diego de los Monteros, audaz y atrevido, vivía
en esta torre, acostumbrado á mandar y á ser siempre obedecido. Echado una
mañana de bruces sobre el alféizar de su ventana, contemplaba el embravecido
mar, cuando quiso el demonio que su vista se posase en una joven bella y
sencilla, hija de cierto señor, cuyo nombre no recuerdo.
Desde aquel instante, no pensó más que en la
posesión de la doncella, sin reparar en los medios, porque el tal Don Diego, no
era muy escrupuloso; el caso es, que, un día no se sabe si por fuerza ó por
astucia, robó y se hizo dueño de la anhelada mujer.
Herido en lo más honde de su ser quedó un
mozo de estas cercanías.
No vivía; vagaba como un loco por el valle,
y su pensamiento estaba tan lejos de la tierra, que tan indiferentes le eran
los escarnios de los muchachos como las palabras compasivas de las mujeres.
Así pasaron algunos meses; alegre don Diego
y desesperado el mozo, cuando, cierto día, llegó éste al castillo, subió hasta
la torre, burlando la vigilancia de los servidores. Con los pies descalzos
corría por las habitaciones, sin producir ruido, buscando al miserable D.
Diego.
Por fin le halló en el mismo aposento y en
la misma posición que cuando vio por primera vez á la robada doncella. El loco,
se aproximó silencioso, y con agilidad y fuerza sobrehumanas, se lanzó sobre
él, sujetó el cuerpo de D. Diego contra la piedra del alféizar de la ventana y
le hundió una y otra vez, un puñal en la garganta.
Los caminantes que pasaron por las inmediaciones
del castillo, se estremecieron al percibir un ronco gemido, estertor de la
muerte, y se horrorizaron cuando al fijarse en la ventana, vieron á D. Diego
colgando medio cuerpo hacia afuera, convulso y bañado el rostro por la sangre
que manaba de horribles heridas.
Calló el anciano, y después de un corto
silencio me despedí.
¿Será cierta la historia del viejo ó será
pura fantasía?
No lo sé. Pero esa torre, hoy despoblada, se
halla cubierta de flotantes pabellones de plantas trepadoras, y del alféizar de
una de las ventanas, bajan negros rieles estampados en la piedra.
¿De qué proceden esas señales? Tampoco lo sé. Quizás sean rastros de las lluvias, pero ¿no podrían ser también producidos por la sangre vertida por D. Diego de los Monteros?
IHPMalagueñas
Málaga - 2020
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