En tiempos pasados, pongamos que en el siglo XIX, se celebraba el día de San Juan una fiesta, una especie de romería campestre aunque sin santo, ni Cristo ni Virgen, ni santa, que congregaba a las clases populares en torno a la música, los bailes, la comida y la bebida y que se desarrollaba en algún lugar situado en el transcurso del acueducto de San Telmo.
El lugar debía ser bastante ameno, con abundancia de higueras y sombra, recalando allí tras haber pasado por la fuente de los Cambrones, el puente de los Once Ojos o por el paseo de los Molinos.
A pesar de estos datos, desconocemos tanto el origen de esta fiesta como si solo el lugar exacto donde se desarrollaba el evento. Tan solo hemos encontrado referencia a esta fiesta en un solo documento, que ahora reproducimos, debía ser en solo ese lugar que aun no hemos logrado identificar. No sabemos si el denominado puente de las Barrancas sería el sitio donde se desarrollaba, puente que es posible, solo posible, que sea el llamado de la Chapa, sobre el Arroyo del Sastre.
Bueno, aquí el texto:
La Fiesta de la Barranca (Cuadro de costumbres andaluzas)
Consérvanse en nuestras meridionales
tierras las tradicionales usanzas con todos los fervores del culto y con todos
los regocijos íntimos de una devoción.
Estos pueblo en que un cielo, pródigo de
luz, da al espíritu todos los deleites, dibujando, como espejismo ideal, vega y
bosque entre los minaretes alzados por el morisco genio que hizo reverberar
para nuestro orgullo la Reconquista; estas cordilleras florecientes, henchidas
de copiosa savia, que dejan en el crepúsculo visiones fantásticas de un
panorama agreste, como una escalinata de verdor que en sus estribaciones
muestra la silueta blanquecina de la casa rústica y más arriba deja ver como una
ciudadela de nacimiento, tiene todo el relieve que pudo soñar la mente del
turista, ávido de descubrir perfiles nuevos en nuestros días estivales y bajo el
orto majestuoso de nuestro solsticio de verano.
Todos esos contornos estéticos de la
naturaleza; esas bellezas de la montaña y de la arboleda; esos vergeles
impregnados de la esencia de tilos y azahares; las pintorescas quintas con sus
alamedas de eucaliptus á que dan aspecto antiguo las estatuas manchadas de
herrumbre y los arcos de la casa solariega; toda esa suntuosidad de floresta
adquiere un tono más atrayente, aun cuando sirve á la expansiva fiesta clásica,
á la remembranza de viejas costumbres, á la consagración de alegrías y férvidos
deseos que una generación, riente y bullidora, considera como lenitivo á su amargura
y como remedio eficaz para el olvido de sus cuitas.
Entre las poblaciones donde ese relieve
andaluz brilla entre chispas de júbilo o ayes patéticos, pero siempre en medio
de la dulce inflexión del sentimiento, que trae ecos de égloga o notas de
plegaria á la garganta de la mujer ardiente de amor, es Málaga una de esas que
ríe gorjeando, en las trepidaciones del deleite, llevando desde las crestas de
su Guadalmedina hasta su mar de balsa el reflejo de sonrisa que le envía su
cielo con las galas de su puro azul.
En la víspera y el día de San Juan se presta
todo lo mejor y más lucido de los barrios hondos á sacar sus telas de
cristianar enseñando ellas sus mantones chiné, sus vuelillos y faralaes, así
como ellos sus chambergos flamantes y sus fajas de reluciente seda, requebrando
á las mozas de donaires, muy acicaladas y apuestas en esa familiar desenvoltura
de la maja orgullosa por sus caireles.
Así como Sevilla tiene su Macarena y su Triana, Málaga tiene su Trinidad y su Perchel, metrópolis del rumbo y guapeza que siempre dejan sus recuerdos en los fastos de la ciudad del Gibralfaro.
Allá van a comer brevas toda la caravana;
vedla: las mozas de rompe y rasga, rebosantes
de luz en sus pupilas y con sus pañuelos al desgaire, tocando sus castañuelas
´rompiendo en voluptuosa risa al jugueteo de sus propias compañeras; las mamás
de pueblo, graves y parsimoniosas, con sus vestidos acartonados por el almidón,
y luciendo sendos pendientes antediluvianos, prehistóricos amuletos en su
pecho, como recuerdo de un indiano antiguo; los mocitos menosos (como los llaman por ahí) atildados en exceso, muy cuidados
de tufos, con chaquetilla corta y pantalón ceñido, escupiendo siempre por un
colmillo; los expedicionarios, que pudiéramos llamar exóticos porque son ya del
casco de la población, y que no obstante van á la Barranca después de haber ido
á la fuente de los Cambrones ó hacia el puente de los Once Ojos ó al paseo de
los Molinos; todos, en abigarrado conjunto, llegan como en la necesidad
imperiosa de visitar un lugar legendario ó con la misma puntualidad anual de
acudir á una fuente milagrosa.
En esta neoenías de la juventud a alborozos
crepusculares de la vejez, la Barranca tiene sus encantos y sus gozos. El negro
y lustroso fruto, arrancado de la higuera, pronto llena los platos de loza wue
se sirven bajo las glorietas ó entre la enramada que deja escapara el rasgueo
de la guitarra al proferir ésta elocuentemente una queja de amor. Las copas del
blanco seco, cual cilindros de bruñido topacio, van llegando en los convoyes de
metal dorado á enjuagar las gargantas y animar aquel enjambre de regocijados
peregrinos que van á besar el pie más pequeño de la mejor manola, vibrante de
risa comprimida en el festival de su baile
del vientre.
La hija del Guadalmedina, con su languidez
de odalisca que luego cambia en la presurosa actitud de un revoloteo de brazos
para erguirse en el zapateado que arranca una ovación delirante; esa mujer,
profusa de curvas al arquear su cadera, de luz en sus ojos al retreparse
enseñando el nacimiento del busto y llevar su brazo hacia adelante, como
persignándose en la rara liturgia de ese baile flamenco que le acompaña un
susurro de emoción y un eco elegíaco que termina en el ¡ay! de un pecho
ardiente; esa estrella del cielo andaluz que riela con claridad sidérea nuestra
frente para enseñarnos que el pueblo obrero tiene también sus leyendas y sus
tradiciones, su poesía y su idioma, su culto musical y su idolatría de amor, su
vocabulario expresivo de su infinito sufrimiento; esa mujer, astro de pasión,
se nos presenta siempre en nuestras fiestas andaluzas, como se muestra la
descendiente de los chisperos de Madrid, la chula, en nuestras verbenas de
Castilla, inmortalizando su tipo entre el hibridismo de la sociedad de rango.
Desde aquella Barranca, sobre el
Guadalmedina, la guitarra se echa á vuelo trayéndonos, como en los aires de una
zambra, una sonata de pasiones, ecos del férvido oleaje de un querer puesto en
pecho de zagala ingrata; las cañas del Málaga
seco, en esa especie de amor regional,
para el deleite llevan chispas de lumbre del corazón á los ojos,
enardecidos con las ráfagas de las bailaoras; los más viejos siguen comiendo
brevas sin dar participación al espíritu de los regocijos que procuró el
estómago; los menosos persisten en su inevitable ¡olé! ¡olé!; se oyen peteneras
y tangos mientras caen del seno de las mozas algunas flores blancas y pasan á
las solapas algunos simbólicos botones de flor roja; San Juan les recuerda el
lavatorio de las fuentes y la zafa de las aguas como horóscopo del porvenir
amatorio, y entre dos luces va desfilando con rumor de melodía aquel conjunto
multicolor de vanidades satisfechas, desilusiones, esperanzas y amoríos.
Clemente Blanco Villegas.
25-6-1894
IHPMaagueñas
Málaga - 2021
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