El siglo XIX fue el siglo del descubrimiento de África por pate de las potencias europeas, excepto de Portugal, que llevaba siglos navegando por sus aguas y recorriendo sus caminos terrestres siglos antes de que otros europeos lo hicieran.
África se aparecía como una especie de nueva América, que en el
imaginario europeo estaba poblada de misterios, tópicos y leyendas de todo
tipo, despertando la imaginación de unos y el cálculo político-económico de otros,
quienes por un motivo o por otro se lanzaron de lleno a la conquista de ese
continente ignoto para arrancarle sus secretos, su historia, sus leyendas, sus
raíces humanas y, lo fundamental, sus riquezas marítimas, minerales, arbóreas, agrícolas,
…
En esa carrera por descubrir África hay nombres legendarios, sobre todo
gracias al cine, tanto de franceses como de ingleses, alemanes, españoles,
austriacos, belgas, estadounidenses y de otras muchas nacionalidades, cuyos países
les enviaban bien en forma de expediciones científicas, apostólicas, militares
o económicas, queriendo todos obtener su parte del pastel, siendo los más
avanzados los franceses y los ingleses, como todo el mundo sabe.
España no se quedó atrás en el envío de sus exploradores y aunque era
por esa época una potencia de segundo orden, no por ello cejó en su intento de
obtener ganancias del reparto y así, pudo engrosar ampliar sus fronteras con
las migajas que dejaban las potencias que marcaban el devenir de la historia.
Ejemplo de ello son las islas de Fernando Poo y Corisco, Annobón y Elobey, la
Guinea, el Sahara, Santa Cruz de la Mar Pequeña (provincia de Ifni) y posteriormente
con el Protectorado Español de Marruecos, que tantos dolores causó.
Desde luego la presencia española en África no era nueva, pues desde el
fin de la Edad Media hasta el siglo XIX diversos enclaves que durante más o
menos tiempo pasaron a formar parte de España: Larache, Ceuta, Melilla, el
Peñón de Alhucemas, el Peñón de Vélez de la Gomera, las islas Chafarinas, la
isla de Alborán, Orán y Mazalquivir y otros enclaves que confieren a España una
primacía en el conocimiento, al menos, del norte de África.
Volviendo al siglo XIX, un siglo de exploradores, nos vamos a detener en
un malagueño natural de Alhaurín de la Torre: Cristóbal Benítez González, quien
entre 1879 y 1880 realizó un fantástico viaje que le llevó desde Ceuta a la
ciudad de Tumbuctú, atravesando el desierto y los peligros que este conllevaba,
así como el peligro de internarse un cristiano en tierras de musulmanes celosos
de impedir la entrada de infieles en territorio consagrado a Alá.
Nació Cristóbal en Alhaurín de la Torre el diecinueve de julio de 1856, hijo de José Benítez Carpio, natural del mismo Alhaurín de la Torre, y de María González Serrano, natural de Coín, localidad cercana a la anterior. Desconozco si hubo más hijos, pero por la documentación consultada sé que pocos años después emigraron al norte de Marruecos, llegando a Tetuán alrededor de 1860, donde su padre, que era del comercio, cuando llegó a Tetuán montó una fábrica de conservas de anchoas en la localidad de Río Martil, localidad costera emplazada en la desembocadura del río del mismo nombre y a unos diez kilómetros de Tetuán.
Tetuán, junto a Tánger, Larache, Mogador, Safí, Casablanca y otras fue punto de destino de muchos españoles, sobre todo a partir de la Guerra de África de 1859-1860, siendo la mayoría de estos españoles procedentes de Andalucía y de esta región la mayor parte de Cádiz y Málaga, teniendo la mayor parte de ellos un nivel económico bastante bajo.
No he hallado noticias de su infancia y juventud, pero es posible que hubiera sido alumno del franciscano, diplomático y arabista José Antonio Ramón Lerchundi Lerchundi, más conocido como Padre Lerchundi, quien llegó a Tetuán en 1862 y donde permaneció hasta 1877. Se tiene esta impresión habida cuenta que Cristóbal Benítez le dedicó el libro que escribió tras su viaje al interior de África.
Desde joven, gracias al comercio del corcho, cristóbal viajó bastante
por las comarcas de Tetuán, Fez y Marrakech, lo que le permitió llegar mucho
contacto con los musulmanes y a conocer muy bien sus costumbres y a dominar los dialectos principales de
Marruecos, lo cual lo convirtió andando el tiempo en el individuo idóneo para
ser contratado como traductor.
En el año de 1879 apareció recaló en la embajada de Alemania en la
ciudad de Tánger un geólogo austriaco llamado Óskar Lenz, que acudía a
Marruecos comisionado por la Sociedad Geográfica de Berlín para conocer la
geografía y etnografía del país alauí desde el mismo Tánger hasta, al menos,
las estribaciones meridionales de la cordillera del Atlas y si los medios, el
tiempo y las circunstancias lo permitían, pasar más allá hasta llegar a Uarzazate,
ciudad diputada como la puerta del desierto y seguir hasta la ciudad de
Tumbuctú, en el actual Mali y desde allí continuar hasta Senegal, donde
embarcar para el regreso.
Evidentemente, este no iba a ser un viaje idílico como si fuera por
Europa, no, iba a presentar dificultades varias: idioma, conocimiento de las
costumbres, conocimiento de las ciudades, … y para ello Lez se puso a preguntar
en las diferentes legaciones diplomáticas de los países europeos presentes en
Tánger si conocían a alguien que respondiera a sus necesidades, siendo en la
española donde encontró a su hombre: Cristóbal Benítez González.
Este, que siempre había tenido en mente la idea de viajar al sur,
conocer aquellas comarcas y ser el primer español en cruzar el desierto, vio de
repente su oportunidad en la propuesta de Lenz y ante los problemas planteados
por el austriaco respecto a las dificultades que se podía encontrar por el
camino, nuestro Cristóbal sacó a relucir su lado pragmático y como inteligente
e instruido en las cosas del mundo musulmán, rápidamente se hizo cargo de la situación.
El primer problema que había que solucionar era el aspecto de Oskar
Lenz: un individuo blanco, de ojos azules y de pelo rubio difícilmente pasaría
desapercibido entre una población musulmana que cuanto más al sur e interior
del país más cerrada era a admitir a infieles en su territorio. Eso sin contar
con el bandolerismo endémico que asolaba esas comarcas perdidas de Marruecos.
Partió
la expedición de Tetuán el primero de diciembre de 18719, pasando primero a Ceuta
y luego a Tánger, desde donde continuaron hasta Fez, ciudad en la que Benítez
consiguió del sultán Muley Hasan un
salvoconducto para poder transitar por los territorios de su dominio. Pero
conocedor Benítez de lo que en un momento dado podía valer el dicho
salvoconducto, urdió un plan para hacer la expedición lo más segura del mundo.
Para solucionarlo, Benítez recurrió a Alí Butaleb, hijo de un pachá argelino de Orán que tenía muchos pájaros en la cabeza y al que convencieron para que se uniera a la expedición en calidad de descendiente (falso, por supuesto) del jerife Ab de Kader y este a su vez del mismísimo Profeta, quien viajaba como jerife y mercader, acompañado por dos ayudantes en un supuesto viaje de negocios: el austriaco Lenz se transformó de la noche a la mañana en el doctor Haquim Omar, médico turco personal del jerife mercader, que no hablaba árabe -cosa que procuró llevar a efecto hablando lo menos posible-, y el español Benítez, que igualmente de la noche a la mañana pasó a llamarse Sidi Abdallá, con el empleo de mayordomo del mercader y encargado de llevar la intendencia de éste en sus negocios a través del desierto.
Ni que decir tiene que los tres iban perfectamente disfrazados de musulmanes
de posición social. Y ni que decir tiene que a lo largo del viaje demostró
Benítez su amplia cultura y conocimientos acerca de las tierras por las que
pasaban, desde la historia y la relación de estos con la antigua Al Ándalus hasta
la situación de las principales minas (hecho este último que el austriaco
desconocía en absoluto y nunca reconoció en sus escritos que pudo investigar
gracias a Benítez)
Desde Fez pasaron a Mequinez y a Marrakech, para continuar viaje a Tarudant,
ciudad en la que tuvieron la primera situación de verdadero peligro durante la expedición,
pues se había propagado la voz de que era cristianos disfrazados de musulmanes,
lo que provocó las iras de los ciudadanos, quienes acudieron en masa a la
pensión donde se alojaban con intención de darles muerte allí mismo.
Según cuenta el mismo Cristóbal en la crónica que escribió
«...y como los tarudaneses no pueden vernos [a los cristianos] y nos
conservan el odio que su fanatismo religioso les inspira, se dejaron llevar de
lo dicho por los mencionados xiéjes, y, marchando en tumulto, fueron al fondac
[fonda] con intención de asesinarnos, porque nuestra presencia entre ellos era
de mal augurio y su religión les prohibía todo roce con los nasarenos, como
ellos nos llaman.
Grande fué nuestro aprieto al vernos rodeados de gentes, cuyo
salvajismo, estimulado por el fanatismo religioso, no entendía razones ni
toleraba que uno que no fuera creyente viviera entro ellos, y mayor era el en
que yo me encontraba, porque de mí dependía el salvar al doctor y á los que nos
acompañaban, no conociendo aquél el idioma árabe, no pudiendo por medio del
lenguaje ocultar su nacionalidad y religión, y ser nuestros acompañantes
hombres de tan poca confianza, que temía volvieran sus armas contra nosotros.
Pero como el peligro ilumina nuestra inteligencia ó despierta en nosotros el
instinto de conservación, sin medir el paso que iba á dar, me dirigí á las
turbas, antes que echaran las puertas abajo, y sólo y sin más compañía que mi
revólver, oculto entre los pliegues de mi sulham ó albornoz, dispuesto á vender
cara mi vida y la de mi querido é inolvidable amigo el Dr. Lentz, les increpé
preguntándoles qué querían de nosotros con hacer tanto tumulto y venir en son
de guerra contra unos xerifes que les pedían hospitalidad. A lo cual
respondieron, que como éramos cristianos, querían matarnos y llevarse cuanto
poseíamos.
Les contesté, simulando enfado, que los cristianos eran ellos que querían asesinar á unos descendientes de Mahoma, pues los verdaderos creyentes, en vez de venir á robarnos, vienen á traer las ofrendas que dedican al Profeta y regalan á sus descendientes.
Al ver mi tono alto y enfadado contra ellos, creyeron algunos que éramos verdaderos xerifes y empezaron á calmarlos un tanto; amenáceles luego con la ira de Dios, porque metían aquel atropello contra xerifes que venían de la Meca, que debían respetar y venerar, así como á los que les acompañaban, pues todos éramos verdaderos creyentes, y añadí que si querían buscar algún traidor é infiel cristiano, que lo buscaran entre ellos ó entre los quo les estimulaban, porque contra la ley del Profeta, no sólo no nos veneraban, sino que profanaban la hospitalidad que el buen musulmán está obligado á da r á sus hermanos.
Tantas y tales cosas se me ocurrieron, que el pueblo empezó á calmarse,
y vino á coronar mi obra el Xerif Muley Ahmed, hijo del santo patrón de la
ciudad, llamado Sidi ú-Sidi, al que habíamos remitido una de las cartas
ficticias que el lector recordará fué escrita por nosotros en Marruecos,
apareciendo en ella que el Xerif Muley Ali, de aquella ciudad, nos recomendaba
á él como xerifes que, procedentes de la Meca, íbamos al Musem, ó soko de Sidi
Ahmed de Musa.
La llegada de dicho Xerif fué nuestra completa salvación, porque el populacho, al que yo había empezado á calmar con mis increpaciones, al oir que su Xerif querido, al que profesan gran respeto, les increpaba en los mismos términos que yo lo había hecho, se calmó por completo, y nuestra situación cambió de aspecto, sin que por esto olvidara yo ninguna precaución para evitar otro atentado. La lección fué muy dura, y el lance que jugué muy peligroso para que me olvidara en mucho tiempo de lo ocurrido y cometiera la más pequeña indiscreción...»
En fin, que tras seguir camino y tener que vérselas con ladrones y asesinos, lograron llegar al desierto, donde las duras condiciones se cobraron la vida de algún hombre y les mortificaron con la sed llegaron a la región del río Dráa, y tras recorrer un penoso camino llegaron a Tinduf y Arauan, para, por fin, el primero de julio llegar a la meta: Tumbuctú, siete meses después de su partida de Tetuán.
En su camino hacia San Luis de Senegal donde debían embarcar rumbo a Europa, pasaron por los aduares de las kabilas de los Turmus y los Ulad Alush, teniendo con estos últimos un encuentro que pudo haber acabado en una tragedia con resultado de muerte.
Cristóbal Benítez lo cuenta así en su crónica:
«…y nos empezábamos á dormir cuando á las dos
de la tarde sentimos un ruido extraño que nos despertó sobresaltados y nos
obligó á salir de nuestra s tiendas al Dr. Lentz, al Hach Ali y á mí. No bien
nos encontramos fuera de ellas, cuando vimos á nuestros conductores disputando
con una banda de árabes de los Ulad-Alush par a que les devolvieran los
camellos que les habían cogido. Ver esto y hacernos cargo de nuestra situación,
fué cosa de un momento, y consultándonos más con la vista que de palabra ,
decidimos defendernos hasta morir antes que aquellos desalmados quitaran
nuestro equipaje y provisiones.
Ya era tiempo de tomar una resolución, porque apenas habíamos cogido
nuestros revolvers y nuestros árabes se habían armado con carabinas, cuando
cuatro hombres á caballo y quince á pie, armados con escopetas de chispa de dos
cañones, se presentaron en la explanada en donde estábamos acampados, y á toda
prisa se dirigían á recoger el botín que á tan poca costa creían alcanzar.
Verlos asomar, formarnos en ala los siete que allí estábamos y marchar haci a
ellos con las armas preparadas par a hacer fuego, fué cosa de un momento. Al
ver aquella gente nuestra aptitud, empezaron á da r espantosos gritos par a
atemorizarnos, y al ver que nada conseguían con sus gritos, el que parecía su
jefe, y en efecto lo era, á grandes voces nos intimó que nos separáramos del
equipaje si no queríamos ser muertos por ellos. Yo les dije que haríamos fuego
sobre ellos si daban un paso más adelante, y que si querían llevarse nuestro
equipaje, sería mezclado con nuestra sangre.
Viendo el Xej que estábamos resueltos á cumplir lo que le decíamos,
mandó á su gente que hicieran alto mientras que él trataba de convencernos de
lo disparatado que era el hacer armas contra ellos. El Hach Alí, con su
escopeta en la mano, se dirigió al Xej, acompañado de los dos arrieros, y el
Dr. Lentz y yo con dos árabes quedamos en línea guardando los equipajes. Empezó
una discusión por nuestra parte par a hacerles comprender que, si nos atacaban,
seríamos vencidos por el número, pero que de ellos tendrían sus bajas, porque
no cesaríamos de defendernos mientras uno de nosotros viviese, y que tomábamos
aquella resolución porque prefinamos morir de un tiro mejor que quedar
abandonados en el desierto, sin camellos, sin provisiones y sin nuestras notas.
Les dijimos porqué atacaban de aquella manera á unos xerifes que iban á hacer
la guerra santa al Senegal, y nos dijeron que todo cuanto hay en su terreno les
pertenecía, y más siendo cristianos, como le habían dicho unos árabes, y que
llevábamos grandes riquezas de Timbuctú para el Senegal.
Durante la conferencia del Xej Bubeker —que así se llamaba el capitán de
asesinos y ladrones—, algunos de los de la banda quisieron meterse entre
nosotros con el pretexto de pedirnos agua, pero se lo impedimos apuntándoles
con nuestras armas, así que se quedaron en su sitio; y viendo el jefe que de
ningún modo podían conseguir por fuerza nada de nosotros, nos dijo que no quería
ya perder el viaje y que mandaría retirar los suyos si nosotros le dábamos el
pago de su trabajo. Aceptamos su proposición si mandaba devolvernos los
camellos, porque sin éstos no podíamos seguir nuestro camino, y acordándose que
se devolverían, dio orden á su Lugarteniente par a que los trajeran, y á los
demás que se retiraran, pues nosotros no conducíamos nada que pudiera merecer
la pena de morir algunos de ellos por tan poca cosa.
El árabe del desierto, cuando ve, como veía en aquel momento, que alguno va á morir, no sigue adelante su ataque, pues cada uno se dice que si él muere no lleva parte en el botín, y los otros lo llevan sin derramar sangre ninguna. De mala gana se marchó la ban a después de entregarnos los camellos, y se quedó con nosotros aquel endiablado Xej que tan mal rato nos había hecho pasar. Sin separarnos uno do otro, y arma al brazo, empezamos por ofrecerle tres duros en plata, y no mostrándose satisfecho, le dimos media pieza de tejido blanco de algodón, un haique del Hach Alí, un cobertor de algodón, una manta de lana fabricada en Timbuctú que llevábamos como cosa rara, y por fin, para su cara mitad, un par de babucha s rojas, con lo que se quedó conforme. Aprovechando su presencia entre nosotros, y juzgando que apenas nos separáramos de él, otra banda de los Ulad Alush nos iba á atacar, proyectamos el que nos acompañar a hasta Basícuno, y habiéndoselo propuesto, aceptó si le pagábamos el viaje; á lo que accedimos gustosos, y emprendimos la marcha sin detenernos hasta las dos de la madrugada, que descargamos los camellos, porque el hambre y el cansancio nos impedían continuar; y quedó uno de guardia, por temor de que nos hiciera alguna mala pasada aquel bribón, aunque todos éramos guardianes y ninguno se entregó al descanso.»
Llegaron finalmente a Basícuno, desde donde continuaron su camino hacia Ñoro y de allí hacia San Luis, la antigua capital del Senegal, donde la expedición terminó su viaje el veintidós de noviembre de 1880 y desde donde partirían a Dakar para embarcar Europa, pero debido a una epidemia de fiebre amarilla no pudieron pasar a Dakar y cuando pudieron por fin embarcar no se les permitió desembarcar en Santa Cruz de Tenerife como tenían pensado, viéndose obligados a viajar hasta el lazareto de Pauillac, próximo a la ciudad francesa de Burdeos, donde hubieron de pasar la cuarentena.
Una vez finalizada ésta, Benítez se dirigió a Tánger embarcando en
Marsella, mientras que Lenz se dirigió a Madrid, vía terrestre donde dio una
conferencia en la Sociedad Geográfica de Madrid, tras la cual pasó a Tánger,
donde se encontró nuevamente con Benítez, siendo ambos recibidos por los
representantes de las delegaciones de las naciones europeas, ante quienes
expusieron los resultados de su expedición.
En 1881, se le nombró intérprete en la aduana de Larache, para ser
trasladado el veintisiete de julio del mismo año al a las oficinas consulares
españoles de Mogador, actual Essauira, donde ejerció como canciller.
Desde esa plaza de Mogador, participó en 1883 la expedición de la
comisión mixta hispano-marroquí que partió en busca del antiguo y desaparecido
enclave de Santa Cruz de Mar Pequeña, conocido después como Sidi Ifni, con el
objeto de establecer los límites geográficos y tomar posesión del enclave en
virtud de los acuerdos firmados por España con Marruecos en el tratado paz de
Wad Ras tras la guerra de 1859-1860.
Esta expedición recorrió por el interior el antiguo reino de Sus desde Agadir hasta Aghi y por la costa hasta la desembocadura del río Draa, pasando por la bahía de Agadir y las radas de Sidi Mohammed Ben-Abdallah, Ifni, Sidi Uorzek, Arsis y Assaka, donde embarcó en la goleta militar Ligera, que el año anterior había llevado dos compañías de marina para la defensa y guarnición de aquel territorio, llevándoles hasta Puerto Cansado, es decir, a Santa Cruz de la Mar Pequeña, fondeando por el camino en las desembocaduras de los ríos Draa y Xibica, pero después de mucho investigar, de muchos discutir, los miembros de la Comisión no consiguieron llegar a ningún acuerdo, aunque al final España se quedó con ese territorio.
De su vida personal, se sabe que contrajo matrimonio con Ana Ortiz Calvo, aunque no he averiguado aun la fecha y el lugar, y que tuvieron, al menos, seis hijos: Aurora, Matilde, José, Antonio, Belén y Sira Perpetua Felicidad, nacida en Mogador el siete de marzo de 1896.
Aunque sé que es una temeridad, estimo que la fecha en que pudieron haber
contraído matrimonio debió ser alrededor de 1888 y propongo Mogador como lugar
del matrimonio.
Publicó en 1899 en Tánger, un libro titulado Mi viaje por el interior
del África, por la Imprenta Hispano-Arábiga de la misión católico española.
Falleció a causa de una afección de la vesícula biliaria, en su domicilio, a las trece horas del día siete de septiembre de 1924, en Mogador, a los sesenta y ocho años de edad, Benítez fue enterrado en el cementerio cristiano de dicha ciudad, hoy Essaouira, en donde se conserva su sepultura, aunque en un estado de abandono, como, al parecer, el resto del cementerio.
Su esposa falleció en la misma ciudad, a la una y cuarenta y cinco minutos de la mañana del once de diciembre de 1926, siendo enterrada al igual que su marido en el cementerio cristiano de Mogador. Era natural de Estepona e hija de Antonio Ortiz Montoya, marinero, y de Gerónima Calvo Pérez, naturales ambos de Estepona.
Una opinión personal: Desde luego los ciudadanos de Essauira son los dueños de su ciudad y son muy libres de hacer con ella lo que les parezca, pero si yo fuera essauireño restauraría el cementerio en lo posible o, al menos, lo adecentaría y lo ofrecería al ciudadano y al visitante como un atractivo cultural mas de la ciudad, porque, a fin de cuentas, es parte indisociable de su historia.
Y en el caso de nuestro biografiado, si yo fuera alhaurino le diría al ayuntamiento que solicitara permiso al de Essauira y procediera a la restauración de la tumba de un hijo célebre de Alhaurín de la Torre e intentaría localizar el lugar donde estuvo residiendo en Tumbuctú durante los diecisiete días que allí estuvo, para colocar una placa en su recuerdo, como ya han hecho otros países con ciudadanos suyos que allí estuvieron.
Las imágenes han sido tomadas de:
Foto de Cristóbal: https://es.wikipedia.org/wiki/Crist%C3%B3bal_Ben%C3%ADtez
Foto del oasis de Tinduf, de una caravana
llegando a Tumbuctú, de la vista de Tumbuctú y planos: https://adarvegranadino.weebly.com/cristoacutebal-beniacutetez-gonzaacutelez.html
Foto de la tumba de Cristóbal: https://www.laopiniondemalaga.es/malaga/2024/03/03/cristobal-benitez-malagueno-rumbo-tombuctu-98885373.html
IHPMalagueñas
Málaga - 2025
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