Bartolomé Noguera Lima era un niño marbellí de nueve años de edad, hijo de Don Miguel y de Doña María, que, como buen niño, estaba jugando y, de camino, seguro que haciendo alguna travesura. Y cual sería el juego o travesura -que a esas edades ambas cosas son casi lo mismo-, que tuvo la mala fortuna de caerse en un pozo de agua, que tenía 11 varas y media de alto, de las cuales dos y media lo eran de
agua y con la mala fortuna de hacerse, durante la caída, dos heridas en la
cabeza y yéndose prontamente al fondo.
Ocurría este desgraciado suceso el diez de enero de 1782.
Alertados de inmediato -y menos mal que fue rápido- los vecinos, estos no se atrevieron a bajar al pozo para sacarle, pero al cabo de unos tres cuartos de hora de intentar por otros procedimiento sacarlo, se consiguió hacerlo por medio de unos garfios, los cuales, durante la operación de extracción, le hicieron una herida en uno de los pies al chiquillo.
Una vez en el exterior, se vio que el crío no daba la
más mínima señal de vida, empezando a comentarse que ya era muerto, que qué desgracia, que si tan joven y todas esas cosas que entristecen a las personas cuando ven que un niño muere y, además, de esa manera, pero aconteció que algunos de los circunstantes se les vino a la memoria que ya se habían dado algunos casos de
esta naturaleza, casos que habían venido reflejados en diferentes números de la Gaceta.
Convencidos de que este podía ser uno de esos casos, mandaron llamar a D. Francisco Sarget y
Serra, quien era el cirujano mayor del Regimiento de Caballería de la Reina, quien tardó poco en hacer acto de presencia y convencido de que unos socorros bien administrados a tiempo podían significar la diferencia entre vivir o morir, mandó que lo
desnudaran y que le secaran lo mejor posible y que lo acostaran sobre una cama en el rincón mas seco y templado de la casa, que debió ser la cocina o alguna habitación con chimenea, pues se encendió un fuego.
Nuestro médico militar estuvo durante media hora, o así, dándole friegas con una bayeta empapada en aguardiente alcanforado por varias partes del cuerpo: espalda, brazos, muslos y piernas, tras lo cual lo envolvió en unas sábanas que habían sido previamente calentadas, ordenando a los que le asistían que lo pusieran sobre un costado y con la cabeza algo elevada respecto del cuerpo y una vez así le hizo oler alkali- volátil, que era un fluido que por entonces se tenía como el remedio más eficaz para atender a los casos de asfixia y de muerte aparente de ahogados y sofocados por inhalación del humo del carbón.
A pesar de la aplicación de estos remedios, no volvió en si el chiquillo ni observó nuestro buen doctor mejoría, pareciendo que lo hecho había sido, sino inútil, si, al menos, insuficiente y careciendo de una máquina fumigatoria en el pueblo -la que debería haber habido como era preceptivo-, parecía que la cosa se complicaba, pero en vez de desanimarse, D. Francisco Sarget, nuestro médico, se creció ante la adversidad y ante la posibilidad de perder una vida decidió echar el resto, de modo que ordenó le trajesen dos pipas, una de ellas para introducirle humo de tabaco por el ano y la otra para introducir aire en sus pulmones a través de la nariz, moviéndolo de vez en cuando y reanudando las friegas con la bayeta anteriormente mencionada.
Y felizmente, la combinación de profesionalidad, fe y perseverancia, dignas de toda alabanza y encomio, hizo que a los cuarenta y nueve minutos de empezar a practicarle los remedios, observó el facultativo que la espuma que el crío tenía tanto en la boca como en la nariz salía con más facilidad y fluidez y en más cantidad, y estimulado por estos signos le administró por segunda vez el alkali-volátil, obteniendo como resultado que a los dos minutos el niño movió la cabeza tras una fuerte inspiración.
A los tres minutos de este hecho, el doctor le echó en la boca una cucharada con diez gotas del mismo específico, o sea, el alkali-volátil, y observando que no lo tragó, a los cinco minutos le dio otra cucharada, obteniendo como resultado que pocos instantes después el niño empezó a llorar y a moverse convulsivamente, tanto que hubo que sujetarle.
Vistos los resultados, a los tres minutos el facultativo le suministró nuevamente una cucharada del específico indicado, pero esta vez con nueve gotas, cosa que repitió cada tres horas. En el entretanto, le reconoció, curó y vendó las heridas de la cabeza y las del pie. Y viendo que presentaba calentura y síntomas de modorra, ordenó que se le practicara una sangría, la que se repitió al ver la disminución de esos síntomas.
Y, por fin, al cabo de dieciséis horas desde que ocurrió el accidente, el niño se hallaba consciente y bueno y a los nueve días las heridas estaban en claro proceso de cicatrización, pudiendo, al poco tiempo, volver a retomar su vida normal y sus travesuras, como corresponde a un niño.
Suponemos que con los pozos tendría más cuidado desde entonces.
El médico, ni que decir tiene, que fue grandemente felicitado y su arte y persona fueron de lo más estimado entre el agradecido vecindario.
IHPMalagueñas
Málaga - 2017
Escudo del Regimiento de Caballería de la Reina |
Nuestro médico militar estuvo durante media hora, o así, dándole friegas con una bayeta empapada en aguardiente alcanforado por varias partes del cuerpo: espalda, brazos, muslos y piernas, tras lo cual lo envolvió en unas sábanas que habían sido previamente calentadas, ordenando a los que le asistían que lo pusieran sobre un costado y con la cabeza algo elevada respecto del cuerpo y una vez así le hizo oler alkali- volátil, que era un fluido que por entonces se tenía como el remedio más eficaz para atender a los casos de asfixia y de muerte aparente de ahogados y sofocados por inhalación del humo del carbón.
A pesar de la aplicación de estos remedios, no volvió en si el chiquillo ni observó nuestro buen doctor mejoría, pareciendo que lo hecho había sido, sino inútil, si, al menos, insuficiente y careciendo de una máquina fumigatoria en el pueblo -la que debería haber habido como era preceptivo-, parecía que la cosa se complicaba, pero en vez de desanimarse, D. Francisco Sarget, nuestro médico, se creció ante la adversidad y ante la posibilidad de perder una vida decidió echar el resto, de modo que ordenó le trajesen dos pipas, una de ellas para introducirle humo de tabaco por el ano y la otra para introducir aire en sus pulmones a través de la nariz, moviéndolo de vez en cuando y reanudando las friegas con la bayeta anteriormente mencionada.
Y felizmente, la combinación de profesionalidad, fe y perseverancia, dignas de toda alabanza y encomio, hizo que a los cuarenta y nueve minutos de empezar a practicarle los remedios, observó el facultativo que la espuma que el crío tenía tanto en la boca como en la nariz salía con más facilidad y fluidez y en más cantidad, y estimulado por estos signos le administró por segunda vez el alkali-volátil, obteniendo como resultado que a los dos minutos el niño movió la cabeza tras una fuerte inspiración.
A los tres minutos de este hecho, el doctor le echó en la boca una cucharada con diez gotas del mismo específico, o sea, el alkali-volátil, y observando que no lo tragó, a los cinco minutos le dio otra cucharada, obteniendo como resultado que pocos instantes después el niño empezó a llorar y a moverse convulsivamente, tanto que hubo que sujetarle.
Vistos los resultados, a los tres minutos el facultativo le suministró nuevamente una cucharada del específico indicado, pero esta vez con nueve gotas, cosa que repitió cada tres horas. En el entretanto, le reconoció, curó y vendó las heridas de la cabeza y las del pie. Y viendo que presentaba calentura y síntomas de modorra, ordenó que se le practicara una sangría, la que se repitió al ver la disminución de esos síntomas.
Y, por fin, al cabo de dieciséis horas desde que ocurrió el accidente, el niño se hallaba consciente y bueno y a los nueve días las heridas estaban en claro proceso de cicatrización, pudiendo, al poco tiempo, volver a retomar su vida normal y sus travesuras, como corresponde a un niño.
Suponemos que con los pozos tendría más cuidado desde entonces.
El médico, ni que decir tiene, que fue grandemente felicitado y su arte y persona fueron de lo más estimado entre el agradecido vecindario.
IHPMalagueñas
Málaga - 2017
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